
¿Dónde está el otro en nuestras conversaciones?
Vivimos en tiempos convulsionados e inciertos. Nos enfrentamos a problemas complejos que difícilmente podremos resolver si no somos capaces de escucharnos para comprender las diversas perspectivas que tenemos sobre nuestro mundo —y sobre la vida misma.
Ser empático y escuchar, contrario a lo que parece, no es una tarea fácil. Requiere tiempo y energía, y especialmente, un deseo sincero de querer conocer al otro. Empero, un simple recorrido por las redes sociales basta para evidenciar cuán poco dispuestos estamos, muchas veces, a escuchar.
¿Por qué no queremos escucharnos?
Queremos tener la razón, priorizar nuestro yo, nuestras ideas, nuestra realidad. Por eso buscamos coincidir con personas que encajen con nosotros, reafirmen lo que pensamos, que sean iguales. Es tanto así que incluso llegamos a dar mayor credibilidad a los mensajes que encajan con nuestras predisposiciones, incluso si estos son falsos (Castells, 2009), mientras descalificamos a aquel que no coincide con nosotros.
Nos negamos a abrir nuestra mente para escuchar al que es diferente y, de alguna manera, nos negamos a nosotros mismos la oportunidad de descubrir esas partes de la realidad que no entendemos o que no conocemos. Esto, lastimosamente, es un comportamiento limitante. Después de todo, como dice Edgar Morín, la realidad es tan compleja que no puede reducirse a una simple idea.
El avance de la tecnología y las telecomunicaciones dio lugar a nuevas formas de socialización, pero especialmente favoreció la construcción de una identidad individualista, que refuerza la constante búsqueda de validación personal. Más aún cuando nos abrió la posibilidad de conectar con una tribu homogénea mucho más grande, y no limitarnos a vecinos, colegas o la comunidad, donde puede ser más difícil encontrar esos iguales.
Este mismo patrón lo observo en mis clases de negociación. Una de las actividades clásicas es realizar simulaciones donde los estudiantes deben identificarse con una situación dada y resolverla negociando. Si bien son conscientes de que para identificar oportunidades y crear valor es necesaria una actitud empática y de escucha, no deja de sorprenderme la cantidad de veces en que terminan defendiendo posturas o siendo inflexibles, sin abrir paso a la exploración tan necesaria para avanzar y cerrar mejores acuerdos.
Otro aspecto que me ha sorprendido es la poca motivación que tenemos de conocer al otro, de trabajar con el otro. Suelo promover en los estudiantes que, en cada actividad, cambien su interlocutor. No sólo para enriquecer la experiencia de aprendizaje, sino para que puedan vivenciar las distintas dinámicas que puede tener una negociación, simplemente al realizar el ejercicio con una persona distinta. Es un cambio que no requiere mayor esfuerzo, pero muchas veces es salteado.
Y no es un fenómeno aislado de las aulas. Lo vemos en nuestra vida cotidiana: políticos que insultan al partido opuesto, bots de atención al cliente diseñados más para automatizar que para realmente escuchar, empresarios que sobreponen sus intereses sin buscar consensos auténticos con las comunidades afectadas… y podríamos seguir. Las grietas y divisiones nos ponen en evidencia a todo nivel. Parece que existe una necesidad de invalidar al otro: al que es diferente, al que piensa distinto, al migrante, simplemente al otro.
¿Por qué? ¿Tenemos miedo a lo desconocido? ¿No queremos arriesgar que nuestras ideas sean puestas en cuestión? ¿Nos resta energía?
No podemos negar que el capitalismo económico contribuye significativamente a crear una idea homogeneizante, donde aparentemente el éxito y el reconocimiento residen en seguir su modelo: construirnos como marcas, CEOs y emprendedores, o cualquier otra terminología que nos permita encajar, dejando de lado a aquel que no lo cumpla, sea porque piensa distinto o porque su modelo no es considerado válido.
Los problemas complejos que enfrentamos no pueden resolverse desde la acción individual. Ni siquiera seremos capaces de entenderlos si sólo se sientan en la mesa Supermán y sus amigos, o quienes se crean imprescindibles o autosuficientes. Los superhéroes son sólo para películas y toda la literatura que ha instalado la idea de que los grandes avances de la humanidad fueron logros individuales.
Necesitamos trascender los límites que hemos creado, reintegrarnos a la vida cotidiana, a la comunidad, hacer un uso distinto de la tecnología cuando socializamos. Es necesario reconocer al otro y sus saberes, que no son patrimonio de ningún individuo ni se validan exclusivamente por el método científico o por publicaciones académicas.
Debemos valorar y reconocer otros modos de saber, basados en lo que Enrique Leff denomina la “ética de la otredad”. Se trata de mirar al otro, de escucharnos. Más aún en la era de la post-verdad, necesitamos salir y recuperar los espacios que hemos perdido. Será el paso más importante que demos para avanzar en la solución de los complejos problemas que vivimos hoy en día, porque —contrario a lo que se piensa— en la diversidad yace la creatividad.
Después de todo, nuestro punto de vista es solo eso: un punto en una realidad mucho más amplia. Para comprenderla, necesitamos encontrarnos —y escucharnos— con el otro.